sábado, 4 de julio de 2009

Silencio que pesará


Ivonne Melgar
Retrovisor
Excélsior

Ahora el silencio es subversivo. Cala. Molesta. Porque en realidad el voto nulo se traduce en un vacío colectivo de los ciudadanos a la clase política.

Y aunque no me considero una anulista pura —como tampoco soy militante de sigla alguna—, encuentro en la boleta “apartidista” una opción adicional a nuestra cada vez más diversificada y plural postura política en las urnas.

Así que me siento en la obligación de defender esta apuesta, a pesar de que en algunos casos seguiré avalando las propuestas partidistas.

Y es que, a diferencia de los que van por el tribunazo, de los rijosos, de los gritones, de los expertos en descarrilar hasta a sus propios compañeros de partido, de los que nunca votan, de los que carecen de credencial de elector, de los indolentes, nosotros los anulistas —seamos parciales o sean radicales— tenemos que justificar nuestra definición política, ciudadana y crítica a la partidocracia.

Tenemos y debemos hacerlo, porque esperamos que esos votos blancos cuenten en el registro final, sí, y sobre todo en la obligada interpretación del mandato de las urnas.

Tampoco hay que hacerse muchas ilusiones. Porque en los hechos, la clase política no sólo nos da la espalda en la obligación de garantizar respuestas a los déficit en seguridad, empleo, salud y educación, sino que también falla a la hora de las urnas, eludiendo el compromiso de entender qué hay detrás de los votos para actuar en consecuencia.

Los políticos necesitan sumar boletas para legitimarse. Pero una vez conseguido ese aval ciudadano, se van por la libre.

Acaso esta vez volverán a ignorarnos. No sería la primera ocasión. Ni lo peor. ¿Puede darse un desdén más dramático y oprobioso que el protagonizado este largo mes de espera de una señal de justicia, que hoy se cumple, en el incendio de la guardería ABC? ¿Existe una prueba tan pública y evidente de la sordera del poder que el incumplimiento en torno a las prometidas listas de quiénes son los propietarios de las guarderías subrogadas del IMSS?

En lo personal, esa promesa incumplida ha sido suficiente para inclinar la balanza a favor del voto nulo que, sumado a miles, sé que ya pesa como pesa el silencio cuando la violencia del poder pretende aplastar cualquier palabra.

Es la ley del hielo de los ciudadanos frente a una clase política que sólo se escucha a sí misma. Sí, la ley del hielo, el silencio deliberado, de castigo, de reclamo, de condena; un silencio que exhibe la inútil y ruidosa retórica de la partidocracia.

Es un silencio que descalifica la pretensión de que los ciudadanos se adhieran ciegamente a sus pleitos, montados en spots publicitarios que telenovelizan y, en muchos casos, caricaturizan nuestras carencias.

Llama la atención el enojo que esta opción desata en los profesionales de la política, el mismo que genera el silencio en medio de los gritos que apabullan.

Porque este silencio ciudadano igualmente suena y, más allá del número de adeptos que alcance, ya ha hecho el ruido suficiente en el debate electoral, convirtiéndose en una expresión que habrá de calificar esta contienda, aún cuando en términos de monto sea una minoría.

Pero se trata de una ruidosa minoría que con su ley del hielo a los partidos ha colado su malestar en la mesa de los políticos y de sus apuros y ocupaciones.

Porque así como el asunto de la seguridad y la recesión económica figurarán en la agenda legislativa, el rechazo ciudadano a los partidos se considera ya desde las cámaras el síntoma de un padecimiento que reclama cirugía y de ahí el desempolvo de la siempre pendiente reforma del Estado y de sus instituciones políticas.

Si en la composición de la Cámara de Diputados los votos deliberadamente anulados llegan a representar una cifra de 5%, el triunfo de ese amorfo movimiento sustentado en el hartazgo sería innegable, convirtiéndose en una puñalada ciudadana para un sistema de partidos herido en su credibilidad.

Hay algo más grave para el ego de los políticos y su espejismo de que no todos son iguales, sea por sus diferencias ideológicas o por su capacidad de operación, su pragmatismo, historia, tradición o doctrina.

Y es que los anulistas parten de la premisa de que esas son consideraciones teóricas que en la práctica se diluyen. Porque los anulistas vienen de todas partes: de la izquierda, del centro y de la frustrada transición panista.

Nadie está pidiendo que los partidos se mueran. Pero están enfermos de ineficiencia. Y ese diagnóstico ya no puede ocultarse.

Porque el silencio de los anulistas balconea los excesos que los políticos minimizan: los sueldos de escándalo en el Congreso, la política al servicio de los negocios, el mal uso de los bienes nacionales, la tapadera a la opacidad de los sindicatos, el miedo a los monopolios.

Callar no sirve de nada, argumentan algunos. Depende. Cuando los gritos, los reclamos y hasta las ofensas han dejando de tener eco y sentido, el silencio exhibe. Por eso el voto nulo duele. Y porque mañana, cuando las cuentas no le salgan a la partidocracia, inevitablemente sus expertos en simulación estadística harán el cálculo de cuál habría sido su suerte con las voluntades perdidas. Entonces, nuestro silencio pesará.

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